ENsayo:
La comunicación como eje de construcción del delito
Catedrático:
Félix Maldonado
El delito puede ser construido por procesos fallidos
de comunicación que estimulan las pasiones. Sólo por un momento, hay que
imaginar a un comerciante, dueño de un puesto de granos básicos, que abastece
un mercado de Comayagüela, da créditos, tiene muchos clientes de todas partes
de la ciudad. Es un campesino que emigró del campo a la ciudad capital. La
villa es aún joven, con menos de una década de contar con televisión en blanco
y negro, es un lugar con rasgos coloniales, costumbres rurales, mezclados con
intentos de modernización.
La gente saluda, conversa, conoce el rumor más
reciente del día y eso determina las creencias, costumbres y actitudes para
percibir la realidad. La ciudad es pequeña, las personas se conocen casi todas
por nombre y apellido.
Los delitos se castigan por medio de un Código Penal
que da la responsabilidad de investigar y castigar a los jueces, la mayoría de
la prueba es testifical, la policía tortura para sacar información, cualquier
sospechoso es llevado a prisión, el juicio es escrito y mientras se investiga, el
“denunciado/delincuente” permanece preso, los juicios pueden tardar varias
décadas hasta que se llegue a descubrir la verdad para que el juez dicte
sentencia y establezca si ese preso es culpable. La justicia es lenta en
relación con la expectativa de la población.
Así es el sistema de castigo y justicia en la ciudad
de este comerciante. Uno de sus paisanos le debe un quintal de frijoles, el
vendedor le sale al paso y le advierte que si no le paga, lo va a matar. Ante
tal agravio, la ira del deudor se enciende y empieza a maquinar su venganza.
Hay un pacto oral que se sella con un apretón de
manos; en ese instante, aparece el deudor, sediento de venganza, humillado y
con el orgullo herido, airado le pregunta a su hermano: ¿qué hacés con este
hijo de la gran p…? no hay tiempo para una palabra más, empuña su arma de fuego
y descarga todas las balas en el comerciante.
Es claro que hay un homicida que debe pagar y varios
testigos indignados porque un comerciante querido, cae ante la presencia de dos
hermanos. Los dos escapan. A la indignación popular, le sucede un proceso de
comunicación manejado inadecuadamente que alienta el delito, los rumores crecen
al punto de que de boca en boca se asegura que toda la familia del hechor
participó en el crimen. La información desata una vendetta entre dos familias,
una cacería que a lo largo de una década dejará una estela de 10 muertes,
incluido un parricidio y el asesinato del líder conciliador de los mercaderes.
Esta historia tiene una serie de elementos articulados
que alimentan el delito, pero en particular hay dos hechos que resaltan: el
papel del lenguaje en las formas de comunicación fallidas y las consecuentes
pasiones. La comunicación como herramienta de conflicto.
La siguiente cita muestra la importancia de la
comunicación cuyo componente esencial es saber escuchar:
“La confianza a priori en las autoridades civiles
cuando hablamos de sociedades pequeñas con relaciones cara a cara, como las
comunidades campesinas mayas (Solares, 2000), se legitima a través de una
elección consensuada entre los vecinos, teniendo en cuenta la alta valoración
de ciertos requisitos: servicio, experiencia, respeto, capacidad de mediación y
conciliación (Reyes Illescas, 2000). También se legitima a través de una
práctica de conciliación en los conflictos. Las claves que idealmente hacen
funcionar la conciliación entre los mayas son el reconocimiento del error del ofensor,
el poder otorgar perdón por parte del ofendido y la vergüenza de experimentar
la sanción que repara el daño cometido (Reyes Illescas, 2000)”. (Cabrera, 2015)
La irresponsabilidad frente a la confianza defraudada,
la desconfianza frente a la irresponsabilidad, la ira ante la humillación, la
amenaza como mecanismo de sustitución del diálogo, la rapidez de una respuesta
agresiva ante palabras amenazantes, el rumor ante la desinformación, la
venganza y el orgullo herido, los pactos de honor como mecanismos de
conciliación y la muerte ante la humillación, parecen ser voces internas, que
salen al exterior, eso explica porque la comunicación fallida desde lo más interno
de cada ser desata pasiones, y no al contrario.
Los pensamientos generan sentimientos y los
sentimientos generan acciones, según los sicólogos. Vale la pena entonces
preguntarse ¿hasta dónde los pensamientos son una forma de comunicación
unilateral que después saldrá como mensaje hacia otras personas? ¿Dónde empieza
el proceso de comunicación? ¿No empieza acaso en el mismo lugar donde se
construye el delito?: en el cerebro.
Según la Real Academia Española (RAE), la comunicación
es la “transmisión de señales mediante un código común al emisor y al
receptor”. (RAE, 2014)
Es decir, comunicar no es sólo hablar; el lenguaje
corporal compuesto por la mirada, los gestos, las formas de mover las manos, las
creencias, la percepción de los objetos sensibles y la forma de percibirlos, el
acercamiento al cuerpo de otra persona, los olores, los sabores, los recuerdos
en común, el referente semántico, o sea, las abstracciones que provocan en cada
persona los significantes o palabras, en fin un conjunto amplio de
características conforman este proceso.
Los expertos en comunicación indican que esta puede
ser asertiva o agresiva, la primera es capaz de cambiar positivamente conductas
y unir relaciones, mientras que la segunda puede generar efectos contrarios.
“Si usamos medios positivos y oportunos (empatía,
creatividad y noviolencia) para la transformación de un conflicto, entonces el
fin será igualmente (…) positivo y constructivo” (Teoría de
Confictos de Johan Galtung)
Cualquiera que sea la manera de comunicar denota si la
personalidad del emisor y receptor es agresiva o más bien propositiva. De nuevo
entonces, esta idea refuerza el planteamiento de la comunicación y las pasiones
como dos partes fundamentales en la construcción del delito.
Las pasiones descritas están inevitablemente
atravesadas por la comunicación fallida, cada una de las palabras que definen
las emociones más primitivas del ser humano tuvo primero un código asignado en
el cerebro.
Por ejemplo, odio es un significante cuyo significado designa
una emoción, para que una persona pueda comprender de qué se trata tiene que
tener un referente semántico, es decir, esa palabra debe traer a la mente un
recuerdo. Este significante va acompañado por más significantes con distintos
significados
hasta que se forman oraciones, luego ideas simples
para llegar a ideas más complejas que finalmente hacen percibir una realidad.
Eso quiere decir que la comunicación tiene una
complejidad que hasta ahora la criminología no ha analizado lo suficiente para
comprender cómo un hecho delictivo con
un tratamiento inadecuado desde esta perspectiva, más bien puede alentar el
delito.
“Son muy pocos los textos que aborden el problema
desde la comunicación” (La Relación Seguridad Ciudadana y Medios de Comunicación, s.f.)
Controlar las emociones no es fácil. Su aprendizaje
dura toda la vida. Es un arte que se adquiere con los años y recurriendo a
distintos medios intentar dominar las emociones es aprender a charlar con uno
mismo y comprender los mensajes negativos que aparecen. (Editorial
Océano, s.f.)
Si en ese punto, el deudor y el acreedor se hubiesen
comunicado consigo, sus reacciones hubiesen sido más lentas y eficaces, pero
primero los procesos de comunicación interna fallaron y, en consecuencia, también
los externos.
En ese orden de ideas, es claro que una actitud que
comunicaba renuencia a pagar una deuda y un reclamo airado grafican muy bien el
mal manejo de emociones y la ruptura del diálogo; no obstante, se puede ver
también cómo el intercambio adecuado de información lleva a un pacto que es
roto nuevamente por la negativa a escuchar, a hablar y por las emociones como
el orgullo y la ira por encima del proceso de comunicación.
Pero esa especie de edificación del delito no se queda
ahí, hay toda una familia señalada como culpable, ahora estigmatizada, perseguida
por la policía y en la mira de los sobrevivientes que buscan venganza.
El rumor o desinformación ha creado la idea de una
familia homicida que debe pagar por un crimen que no cometió. Vista desde esa
perspectiva, la mala
comunicación aviva las pasiones que pueden originar
nuevos delitos, como ocurrió en este ejemplo, pero no sólo eso, puede construir
también delincuentes reales o ficticios, rematados por la estigmatización.
Esta estigmatización es un riesgo por la forma en que
opera el prejuicio. (…) es delincuente el considerado como tal, de tal suerte
que si uno de los familiares que no estuvo en la escena sale de la ciudad, el
sistema asumirá no sólo que es delincuente sino que deberá designar un nuevo
código, o un significante, para ese significado. Y el significado para el
sistema penal es que un sospechoso salió de la ciudad para escapar de la
justicia, el significante sería: evasión y, por ende, el referente semántico es
una persona que se esconde para evitar ir a la cárcel.
“El control del delito ha demostrado que no siempre es
adecuado al lenguaje” (Garland)
Si se parte de que una persona en ningún momento
participó en un crimen se encuentra entonces que hay todo un aparato de
estigmatización que la coloca como víctima de venganza y como delincuente aún
sin serlo.
Un ejemplo claro de la destrucción que produce el
estigma se puede encontrar en los grupos juveniles que existían antes de las
deportaciones masivas de Estados Unidos, a principios de los 90, eran jóvenes
rebeldes peleando por territorios. Pero no era una disputa de territorio para
distribución del mercado criminal sino más bien un pleito juvenil por dominar
zonas basados en el sentido de pertenencia.
No obstante, ante la falta de avenidas correctas para
tratar el fenómeno con comunicación eficaz desde los controles formales e
informales, la criminalidad fue evolucionando tal como lo muestra la teoría de
las ventanas rotas, gracias a la impunidad.
Estos grupos fueron desplazados o algunos pasaron a
tener otro estatus con el accionar de las pandillas luego de las deportaciones
masivas de integrantes de la Mara Salvatrucha y de la Dieciocho desde Estados
Unidos hacia Honduras entonces el rol de los medios de comunicación fue el de
dar un tratamiento mediático que hace apología del delito y más bien los
robusteció hasta que se c considerarlos mafias incontrolables dedicadas a
secuestro, extorsión, sicariato y narcomenudeo.
Un proceso de comunicación que hiciera menos énfasis
en la conducta negativa y reforzará la positiva, mediante el condicionamiento
clásico o el condicionamiento pavloviano de cuya teoría se puede sacar lo mejor
para efectos de seguridad, también explicar la importancia de la comunicación.
El filme La Guerra de los Botones, dirigido por
Christophe Barratier, adaptado en la Segunda Guerra Mundial, cuando la Alemania
Nazi invadía muchos países, cuenta la historia de una pandilla de niños jugando
a la guerra en los campos de Francia, víctimas y generadores de violencia,
expuestos al consumo de alcohol, pero finalmente todo es visto desde la
perspectiva de que se trata de un juego de niños que van a la escuela, tienen
la aceptación de su comunidad y sus padres. Y por tanto, esa libertad de
ninguna manera los coloca en riesgo.
Al comparar esa realidad con la hondureña es muy
probable que un grupo de jóvenes que se junten para pelear con un bando
contrario y que se arranquen los botones de las camisas para humillar a su
rival, no sea visto como un juego de niños y entonces se empiece a segregar y a
hablar de este fenómeno. Es en ese momento cuando entra la estigmatización y un
hecho que pudo ser una oportunidad de crecimiento o de control del delito convierte
en un síntoma de alarma y sensacionalismo por un mal proceso mediático.
“Los efectos de la estigmatización penal en la
identidad social del individuo, es decir en la definición que hace de sí mismo
y la que los demás hacen de él. El drástico cambio de identidad social como
efecto de las sanciones estigmatizantes ha sido puesto en evidencia” (Baratta,
2002).
Otro ejemplo lo da Baratta:
El estatus social del delincuente presupone necesariamente, por ello, el efecto de la actividad de las instancias oficiales de control social de la delincuencia, de manera tal que no llega a formar parte de ese estatus quien, habiendo tenido el mismo comportamiento punible, no ha sido alcanzado aún por la acción de aquellas instancias. Este último, por tanto, no es considerado por la sociedad como “delincuente” ni lo trata como tal. (Baratta, El Nuevo Paradigma Criminológico: El Labelling Approach o Enfoque de la Reacción Social. Negación del Principio del Fin o de la Prevención, 2002)
El estatus social del delincuente presupone necesariamente, por ello, el efecto de la actividad de las instancias oficiales de control social de la delincuencia, de manera tal que no llega a formar parte de ese estatus quien, habiendo tenido el mismo comportamiento punible, no ha sido alcanzado aún por la acción de aquellas instancias. Este último, por tanto, no es considerado por la sociedad como “delincuente” ni lo trata como tal. (Baratta, El Nuevo Paradigma Criminológico: El Labelling Approach o Enfoque de la Reacción Social. Negación del Principio del Fin o de la Prevención, 2002)
Al analizar la historia de la concepción del delito se
encuentra el rol que ha jugado la comunicación en su construcción y cómo el
surgimiento de nuevas ideas ha revolucionado la concepción original.
Para el caso, en una clase impartida por Foucault el
19 de febrero de 1975 analiza la sexualidad como fuente de anomalías y cita:
Será preciso sin decir nada, observar su comportamiento, su vestimenta, sus
gestos, sus actitudes, el tono de su voz y expulsar, desde luego, a las mujeres
que vengan rizadas, pintadas (Foucault, 2007).
De nuevo, Foucault en sus clases en las que trataba de
explicar el fenómeno u origen del delito resalta la comunicación al mencionar: “El
monstruo sexual establece la comunicación entre el individuo monstruoso y el
desviado sexual” (Foucault, Clase del 22 de enero de 1975, 2007).
La situación se vuelve más compleja si a todo este
panorama se le agrega que ahora existen medios masivos de comunicación. Un
mensaje mal manejado es repetido mil veces hasta distorsionarlo, deconstruirlo,
desfigurarlo y destruir cualquier oportunidad de edificar una fortaleza de una
debilidad y más bien convertirla en delito.
Una lectura de los instrumentos de control mediático
de la sociedad refuerza esa conclusión de cómo el proceso de comunicación mal
manejado puede fortalecer la construcción del delito:
“Violador ataca a 16 escolares”, las niñas sufrieron
terribles vejámenes, destaca diario La Tribuna. (Tribuna, 2015). La cuestión no es
qué se dice sino cómo se dice.
La libertad de expresión no puede tener censura
previa, pero los medios de comunicación reflejan la realidad cultural, es en
ese sentido, que los procesos de comunicación fallida generan una percepción
acrecentada de impunidad y de inseguridad.
“Cae policía de tránsito acusado de matar a empleado
de purificadora”, “A balazos le quitan la vida a presuntos extorsionador”,
“Ultiman mesera dentro de cafetería progreseña”, “Desmembrado encuentran a
supuesto criminal de locutor”, “Aprehenden cobradores de “impuesto de guerra”,
“Liquidan joven en medio de plantación de plátanos”, “Detienen un marero tras
enfrentarse con
militares”, son los titulares de prensa de San Pedro
Sula, de la sección de Sucesos de La Tribuna. (Tribuna, Sección Sucesos,
2015)
La información se caracteriza por tener una sola
versión, que en la mayoría de casos es oficial, no hay voces distintas a las de
la policía, no hay investigación periodística ni técnica correcta de lenguaje,
acá se ve claramente como el rumor deja de ser un proceso que pasa de boca en
boca para tornarse un fenómeno con magnitudes desproporcionadas pues el rumor
es puesto en manos de instrumentos de difusión para las masas.
Al volver a la historia inicial se puede concluir que
la noticia, sin validación ni verificación de fuentes ni contraste, es decir,
sin todas las técnicas que deben ir orientadas a la búsqueda de la verdad, pudo
haber sido “Familia mata a comerciante de mercados de Comayagüela”.
Ante un manejo mediático tal, la expectativa ciudadana
es que se castigue a esa familia, pero la respuesta institucional posiblemente
será incapaz de actuar de acuerdo con ese interés. La sensación consecuente
sería de impunidad, esa percepción de falta de castigo genera un mecanismo en
cascada que robustece la actividad delictiva.
“En definitiva,
la impunidad refuerza la percepción social de la ilegitimidad del sistema
legal, lo cual repercute en las creencias y valores que tienen las personas
sobre el mundo y los hechos que viven. En la literatura psicológica, el
sufrimiento causado por las violaciones graves del derecho a la integridad de
la vida a consecuencia de la violencia política represiva, ha sido definido
como trauma político (Páez y Basabe, 1993) o trauma psicosocial (Martín Baró,
1990). El procesamiento judicial sería una forma de afrontar el trauma
ocasionado por esta violencia; en este sentido se convierte en una forma de
resistencia activa y colectiva. Pero la impunidad tejida para impedir la
justicia convierte esta lucha por la vida en una prolongación de la violencia y por
tanto, en la re-experimentación del trauma originalmente sufrido”.
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